jueves, 19 de noviembre de 2015

Primer premio en cuento Mirta Milani


La historia de don Agustín

por Mirta Milani


Don Agustín es un hombre de mediana edad, larga barba, pelos desordenados,  tez blanca, ropa raída; pero aún muy lúcido. Frecuenta todas las tardes, alrededor de las seis, la zona de la loma, en busca de papeles, cartones y todo lo que su pequeño carrito pueda albergar. Vive lejos pero su rutina lo lleva a relacionarse con cosas caras, perdidas y olvidadas que suele reciclar en un comercio local.

Una tarde, entre las cajas dispuestas en la vereda, señal de una gran limpieza en la vieja casona, Agustín descubre un acartonado y rugoso libro. Le llama la atención por lo ancho y abundante de sus hojas amarillas; algunas ilegibles. La primera hoja dice una fecha que apenas logra descubrir, un nombre que parece borroso Agust…y algo más…lo deja para leerlo al final del recorrido. Sigue en su búsqueda hasta completar el carro y luego emprende su retirada, camino al autódromo.

Como de costumbre, Agustín deja todo en su patio embarrado. Trata de que los papeles se acumulen atados lo mejor posible, doblados y en pilas iguales. Los cartones, de igual forma, en otro rincón, luego cubre todo con una lona impermeable por las lluvias y el rocío del sereno. Así termina cansado de tanto caminar, acompañado por su perro Pelusa, tan croto y sucio a esa hora, como su dueño. Ambos se recuestan en el catre de rústica forma, con un cabezal de esterilla repujado, tal vez apropiado de alguna hermosa vivienda, en su rejuntes. Es ahí cuando recuerda el libro olvidado, en el fondo del carro, junto a trapos y chatarra vieja. ¿Qué dice el libro, de quién será la prolija y caligráfica letra?
Lo mira lentamente y se da cuenta de que es un diario de hace muchos pero muchos años, sólo que no se ve en su primera hoja la exactitud del tiempo.

En su soledad, noche a noche, después de su rutina de papeles y cartones lee atentamente sus páginas, sumergiéndose en un viaje maravilloso de paisajes, personajes y amores incompletos, no correspondidos, muertes y suspiros. Se siente el personaje masculino que ahí se trasluce, quien llega en su caballo, a media noche e irrumpe en el lecho de su amada y todo esto termina en un viaje muy lejano que separa a los personajes que se amaban. Es así como aquel padre siniestro, manda lejos a la joven para que en campos perdidos, olvide a su amor y tenga su hijo fuera de una sociedad censuradora y cruel. Agustín no duerme. Se excita con los relatos. Sufre, se desvela, pero debe ir a trabajar, vender temprano lo que pudo recoger ayer para volver a empezar, hoy.

Pero como el ladrón que vuelve a la escena del crimen, todas las tardes y aunque nada han sacado, vuelve a la casa de Mendoza y Matheu. Tras un vidrio con cortinas transparentes, siempre, ve la figura de una dama que se pasea por su dormitorio, escribe, lee y nunca se asoma. Sólo conoce su silueta débil, tenue muy delgada que parece caminar muy lentamente.

Vuelve a la rutina de su casa y a poder dejar espacio para leer aquel nuevo capítulo que con detalles infinitos, desfilan noche a noche, en su imaginario. Es apasionante. Ni en el cine pudo realizarse. Empieza a imaginar a la dama. ¿Qué edad tendrá? ¿Su hijo la visitará, habrá encontrado ese amor perdido nuevamente? Todas preguntas que solo la dueña podría clarificar. ¿Vivirá en ese caserón sola? Parece enferma, siempre en su dormitorio. Agustín devana sus sesos, todas las tardes.

Hasta que llega el capítulo final, donde deja marcada una estancia, un paraje que para él es muy familiar: Parravicine, estancia Santa Eloísa. Se le llenan de lágrimas los ojos. Su niñez era otra película que galopaba en su memoria; ahí habían transcurrido sus mejores años… ¿conocerá a mi madre, será la dueña de la estancia? Agustín ya no puede más. Lo que hasta ahora era solo novela empieza a parecerle realidad. Reconoce lugares, gente, puesteros, el pueblo y sus años escolares, los peones que lo criaron con amor y dedicación, la muerte de los mismos, el cementerio del lugar, sus preguntas sin respuestas; su vida vacía empieza a cobrar sentido.
Una tarde muy fría, Agustín se viste, se afeita y toca la puerta de la vieja casona. No le abren, desde arriba, una figura se ve asomada a la ventana; él solo le muestra su viejo diario, y ahí, solo ahí, le abren la puerta. Agustina se deja ver, en una enjuta anciana de más de 70 años, con arrugas marcadas por el tiempo, sus cabellos muy largos, blancos, atados por una cinta. 

─ ¿Qué quiere usted acá, con ese cuaderno que fue mío?

─Nada señora, sólo hablar con usted. Me tomé el atrevimiento de leer algunas páginas, dijo, casi con temor a ser descubierto.

Bruscamente, la mano de la mujer arrebata el mismo y en un giro no esperado, termina en la estufa a leña del comedor.

─ ¿Quién le dijo que leyera lo que no corresponde? Entrometido, váyase de aquí.

─No sin antes contarle que yo viví en esa estancia, donde usted cuenta haber tenido a su hijo. Ahí me crié, aprendí el oficio de domador, fui a la escuela y allí  murieron mis padres adoptivos.
Agustina tragó saliva, se le oprimió el pecho y recordó gratos y no tan gratos momentos.

─Pase, por favor.

Sentados uno frente al otro, no pudieron ocultar lo que ambos sabían inconscientemente del otro. Agustín sabía mucho de ella y ella deseaba saber algo más de él. Tomaron un té que sobre la mesa pedía ser servido. El cartonero tenía estilo, sabía usar los utensilios de la mesa. Conocía demasiado la vida de esta anciana. Ella le preguntó: 

-¿Conoce a su familia?

─No, no la conozco. Fui criado por padres sustitutos hasta la muerte da ambos.

Agustín empezó a recrear su vida, sus recuerdos más profundos mientras miraba hacerse polvo aquel diario que tantas noches acompañó su vida.

─ ¿Por qué lo quemó señora? Era una belleza leerlo, tiempos de gran calidez, amor y aventuras; estaban sus mejores momentos.

Agustina miró fijo a ese hombre quemado por el sol con otra historia pero con la transparencia de una vida calma y sin apuros.
Miró sus ojos y descubrió los ojos de aquel gran amor que le habían arrebatado hace más de cuarenta años.

─Vaya buen hombre, vaya, todo se quemó, igual que mi vida…ya pasó el tiempo de guardar viejos recuerdos. Lléveselos en su memoria como yo llevo los míos. La vida pasó y es difícil cambiarla.


Agustín no reparó que llevaba el mismo nombre de la dama. Solo recordará siempre que esa anciana alta, lenta y delgada, una vez le abrió la puerta, para tomar un cálido té, en su mesa, un día muy frío de invierno.