sábado, 22 de enero de 2022

 1º Premio: Elegía a mi madre, José L. Frasinetti. General Belgrano, provincia de Bs. As


ELEGÍA A MI MADRE




“Escribo en la casa; 

Mi hijo duerme

Y yo escribo a escondidas,

No solo para no despertarlo.

Ahora puedo escuchar

A la lluvia sobre

Los baldes y las sogas”.

Irene Gruss

I

Había una mujer en el fondo más oscuro de las noches.

Una mujer de aguas consteladas sembrando el sueño manso de sus hijos,

cosechando vocales al asombro,

con la leche más negra del silencio aguando un arrorró de lunas llenas,

amando el desparpajo de la lluvia en la ventana abierta de algún jueves

donde se teje a punto cruz el día

y se lavan las ropas en el arroyo claro de la infancia

para nombrarse madre entre los hijos que azulan esos sueños de los hijos,

con el sol que se tiende entre los trapos,

con los niños que cazan mariposas sobre la flor abierta del poema,

diciéndome el poema con los ojos, con la piel de ceniza.

Había una mujer, insisto y digo: Una mujer más hembra que la noche.

Se desvelaba en sueño de hojarascas, templando la guitarra de la niebla,

amasándose el pan de cada día,

leudando la inocencia de los sueños que a veces brotan al fondo del amor.

No sé si ese dolor de la mujer que canta hundida en la mujer que fue la copla

es más hondo que el miedo a no parir

pero andaba en semifusas con el vivo resplandor de las estrellas,

zurciendo el laberinto de las aguas,

zurciendo el hijo roto en el disfraz de todas sus preguntas.

Porque sabía que en el aire, en el lenguaje ceniciento de la lluvia,

alguien cantaba más hondo las palabras descalzas.

Le dolía ese hombre, ese trozo de ser, ese bagual de sombras.

Lo había amado a pulpa abierta con la llaga encendida entre los dedos

con que se apunta al hambre.

Lo había imaginado volver, una y mil veces, en el anverso más sucio del espejo,

rimelándose el sueño y las pestañas,

mirándose más allá del agua muerta

como esperando a que las hierbas y las lluvias le amamanten los sueños del verano,

mientras los hijos crecen y las uvas más dulces de la parra maduran bajo el sol,

allá donde hay mujer para amar la mujer que sigue sola,

como una zorra hambrienta

que se queda a esperar

porque un día las frutas no serán ni ácidas ni verdes

y ella tendrá la osadía de cosechar en el amor lo que el amor madura.

Había una mujer en el fondo más oscuro de las noches.

Una mujer que cantaba en el poema como esos ríos de montaña o de llanura,

que en silencio o gritando entre las piedras, se acuestan en remansos

como un temblor de estrellas infinitas.

Había una mujer que susurraba la quimera más viva a la infancia de trompos y payanas.

Yo la miraba en silencio persignarse ante sus gatos y sus rosas.

Yo la miraba volver por la siesta más azul de los veranos para decirme: ¡hijo!

para bendecirme en el abrazo más cálido del silencio,

para decirme que si la vida fuga, que si la muerte viene

había una mujer en el fondo más oscuro de la noche…

Había una mujer de trigo y corazón y luna viva, lloviendo en los insomnios de la casa.

II

Pudo sentir el trueno entre las hojas más oscuras de sus noches.

Pudo sentir las aguas y el nido de añoranzas en los astros,

allí donde hay mujer. En el pájaro inasible del relámpago

destejía sus versos y borraba en el filo de una estrella esta orilla del mar y del poema

donde se nombra sola, descalza de otro adiós en la ceniza.

La resaca urdimbró por las arenas su preludio de insomnios.

Sin embargo, cantaba en la mujer que no era ella

y había otra mujer en el grito de sal de un espejismo

que hechizaba los versos y la lluvia.

Pudo sentir el trueno entre las hojas. Pudo sentir el trueno…

Sin embargo, no hay faros en la costa ni muelles en la playa de los sueños

en la hora en que los cuervos son gaviotas.