La historia de don Agustín
por Mirta Milani
Don Agustín es un hombre de mediana edad, larga barba, pelos
desordenados, tez blanca, ropa raída;
pero aún muy lúcido. Frecuenta todas las tardes, alrededor de las seis, la zona
de la loma, en busca de papeles, cartones y todo lo que su pequeño carrito
pueda albergar. Vive lejos pero su rutina lo lleva a relacionarse con cosas
caras, perdidas y olvidadas que suele reciclar en un comercio local.
Una tarde, entre las cajas dispuestas en la vereda, señal de
una gran limpieza en la vieja casona, Agustín descubre un acartonado y
rugoso libro. Le llama la atención por lo ancho y abundante de sus hojas
amarillas; algunas ilegibles. La primera hoja dice una fecha que apenas logra
descubrir, un nombre que parece borroso Agust…y algo más…lo deja para leerlo al
final del recorrido. Sigue en su búsqueda hasta completar el carro y luego
emprende su retirada, camino al autódromo.
Como de costumbre, Agustín deja todo en su patio embarrado.
Trata de que los papeles se acumulen atados lo mejor posible, doblados y en
pilas iguales. Los cartones, de igual forma, en otro rincón, luego cubre todo
con una lona impermeable por las lluvias y el rocío del sereno. Así termina
cansado de tanto caminar, acompañado por su perro Pelusa, tan croto y sucio a
esa hora, como su dueño. Ambos se recuestan en el catre de rústica forma, con
un cabezal de esterilla repujado, tal vez apropiado de alguna hermosa vivienda, en su rejuntes. Es ahí cuando recuerda el libro olvidado, en el fondo del
carro, junto a trapos y chatarra vieja. ¿Qué dice el libro, de quién será la
prolija y caligráfica letra?
Lo mira lentamente y se da cuenta de que es un diario de
hace muchos pero muchos años, sólo que no se ve en su primera hoja la exactitud
del tiempo.
En su soledad, noche a noche, después de su rutina de
papeles y cartones lee atentamente sus páginas, sumergiéndose en un viaje
maravilloso de paisajes, personajes y amores incompletos, no correspondidos,
muertes y suspiros. Se siente el personaje masculino que ahí se trasluce, quien
llega en su caballo, a media noche e irrumpe en el lecho de su amada y todo
esto termina en un viaje muy lejano que separa a los personajes que se amaban. Es así como aquel padre siniestro, manda lejos a la joven para
que en campos perdidos, olvide a su amor y tenga su hijo fuera de una sociedad
censuradora y cruel. Agustín no duerme. Se excita con los relatos. Sufre, se
desvela, pero debe ir a trabajar, vender temprano lo que pudo recoger ayer para
volver a empezar, hoy.
Pero como el ladrón que vuelve a la escena del crimen, todas
las tardes y aunque nada han sacado, vuelve a la casa de Mendoza y Matheu. Tras
un vidrio con cortinas transparentes, siempre, ve la figura de una dama que se
pasea por su dormitorio, escribe, lee y nunca se asoma. Sólo conoce su silueta
débil, tenue muy delgada que parece caminar muy lentamente.
Vuelve a la rutina de su casa y a poder dejar espacio para
leer aquel nuevo capítulo que con detalles infinitos, desfilan noche a noche,
en su imaginario. Es apasionante. Ni en el cine pudo realizarse. Empieza a
imaginar a la dama. ¿Qué edad tendrá? ¿Su hijo la visitará, habrá encontrado
ese amor perdido nuevamente? Todas preguntas que solo la dueña podría
clarificar. ¿Vivirá en ese caserón sola? Parece enferma, siempre en su
dormitorio. Agustín devana sus sesos, todas las tardes.
Hasta que llega el capítulo final, donde deja marcada una
estancia, un paraje que para él es muy familiar: Parravicine, estancia Santa Eloísa.
Se le llenan de lágrimas los ojos. Su niñez era otra película que galopaba en
su memoria; ahí habían transcurrido sus mejores años… ¿conocerá a mi madre,
será la dueña de la estancia? Agustín ya no puede más. Lo que hasta ahora era
solo novela empieza a parecerle realidad. Reconoce lugares, gente, puesteros,
el pueblo y sus años escolares, los peones que lo criaron con amor y dedicación,
la muerte de los mismos, el cementerio del lugar, sus preguntas sin respuestas;
su vida vacía empieza a cobrar sentido.
Una tarde muy fría, Agustín se viste, se afeita y toca la
puerta de la vieja casona. No le abren, desde arriba, una figura se ve asomada
a la ventana; él solo le muestra su viejo diario, y ahí, solo ahí, le abren la
puerta. Agustina se deja ver, en una enjuta anciana de más de 70 años, con
arrugas marcadas por el tiempo, sus cabellos muy largos, blancos, atados por
una cinta.
─
¿Qué quiere usted acá, con ese cuaderno que fue mío?
─Nada
señora, sólo hablar con usted. Me tomé el atrevimiento de leer algunas páginas,
dijo, casi con temor a ser descubierto.
Bruscamente, la mano de la mujer arrebata el mismo y en un
giro no esperado, termina en la estufa a leña del comedor.
─
¿Quién le dijo que leyera lo que no corresponde? Entrometido, váyase de aquí.
─No
sin antes contarle que yo viví en esa estancia, donde usted cuenta haber tenido
a su hijo. Ahí me crié, aprendí el oficio de domador, fui a la escuela y allí murieron mis padres adoptivos.
Agustina tragó saliva, se le oprimió el pecho y recordó
gratos y no tan gratos momentos.
─Pase,
por favor.
Sentados uno frente al otro, no pudieron ocultar lo que
ambos sabían inconscientemente del otro. Agustín sabía mucho de ella y ella
deseaba saber algo más de él. Tomaron un té que sobre la mesa pedía ser
servido. El cartonero tenía estilo, sabía usar los utensilios de la mesa. Conocía
demasiado la vida de esta anciana. Ella le preguntó:
-¿Conoce a su familia?
─No,
no la conozco. Fui criado por padres sustitutos hasta la muerte da ambos.
Agustín empezó a recrear su vida, sus recuerdos más
profundos mientras miraba hacerse polvo aquel diario que tantas noches acompañó
su vida.
─
¿Por qué lo quemó señora? Era una belleza leerlo, tiempos de gran calidez, amor
y aventuras; estaban sus mejores momentos.
Agustina miró fijo a ese hombre quemado por el sol con otra
historia pero con la transparencia de una vida calma y sin apuros.
Miró sus ojos y descubrió los ojos de aquel gran amor que le
habían arrebatado hace más de cuarenta años.
─Vaya
buen hombre, vaya, todo se quemó, igual que mi vida…ya pasó el tiempo de
guardar viejos recuerdos. Lléveselos en su memoria como yo llevo los míos. La
vida pasó y es difícil cambiarla.
Agustín no reparó que llevaba el mismo nombre de la dama.
Solo recordará siempre que esa anciana alta, lenta y delgada, una vez le abrió
la puerta, para tomar un cálido té, en su mesa, un día muy frío de invierno.