No aprendí mi oficio en las universidades ni en salas de estudio; sin embargo creo ser el mejor que hay por aquí. Realizo un trabajo que exige cierto nivel de preparación, exactitud y estabilidad emocional. Además, claro, de una dosis de buen gusto. Soy lo que llaman tanatopráctico. Mi arte es conocido en la actualidad con el presuntuoso nombre de tanatoestética. Sin embargo cuando comencé en mi pueblo yo era, simplemente, el que maquillaba a los muertos para los velorios.
Me inicié en esto un poco por casualidad, o por urgencias, o porque el destino me hizo el favor de venir a mí, en lugar de obligarme a buscarlo. Trabajaba en la casa mortuoria de Manfredoni gracias a mi tío, que era amigo del dueño, y me consiguió empleo cuando yo era un adolescente de diecisiete años no muy agraciado y atormentado por las hormonas de la pubertad. Empecé haciendo cualquier cosa y terminé especializándome en aquello que nadie quería hacer: resultó que una viuda con mucha plata y muy compungida no quiso ver a su marido muerto con las secuelas de un disparo en el pómulo derecho, producto de un ajuste de cuentas por deudas impagas. Y nadie en la casa velatoria había tocado jamás un muerto como no fuera para cubrirlo con la mortaja; velarlos era una cosa; maquillarlos, asunto de mujeres en el mejor de los casos, o de necrófilos pervertidos en el peor. No obstante eso, había que tener en cuenta las penas y los billetes de aquella viudita. Me ofrecí de puro voluntarioso y así encontré mi vocación. Claro que hoy no llamaría trabajo a lo que le hice a ese tipo. Con una lija fina y unos polvos de mi madre logré que la herida de bala pareciese un grano o la reminiscencia de un lunar, y gracias a la insistencia de mis manos dibujé en su cara una triste mueca que intentaba pasar por sonrisa. El caso es que la mujer quedó contenta y yo gané un espacio de intimidad con todos los cadáveres que a partir de allí desfilaron por Sepelios Manfredoni.
Con el tiempo me fui perfeccionando. Conseguí libros que leí, compré instrumental y maquillajes, me inicié en el tema de los fluidos después de una entrevista casual en el transcurso de un viaje a Europa, y llegué a saber en muy poco tiempo, mucho más que un iniciado. Me puse metas personales; probé técnicas nuevas, experimentaba cada vez que podía… Por ejemplo, cuando murió el loco del pueblo, lo retiré de la morgue con la autorización del intendente, el comisario y el juez, y después de unas horas de trabajo en mi laboratorio lo tuve sentado en un sillón del living de mi casa un par de semanas, más lozano, sonriente y cómodo que en los bancos de plaza donde dormía cuando estaba vivo.
Así mi erudición fue superando límites como un árbol que rompe una maceta o levanta con la fuerza de sus raíces las baldosas de una vereda. Sé que soy un referente; con los años me he ido transformando en la fuente de consulta de todas las funerarias de la zona. He ganado dinero, ya que no hago favores a nadie porque mi trabajo es un modo de vida para mí, aunque se trate de decorar la muerte. No me casé nunca ni he tenido hijos; no he amado a nadie de verdad, más que a los muertos. Se podría decir que me posee una sana necrofilia.
Se sabe que no es tema de conversación el fin, ni ocasión para una entrega de medallas, salvo en tiempos de guerra. No espero nada de los vivientes más que su dinero. He visto que cruzan de vereda para no saludarme, y casi nunca soy invitado a sus reuniones. Puedo entenderlo: me identifican con la muerte, de tanto verme sentado junto a ella.
Sí he recibido, una vez, el curioso gesto de gratitud de un difunto. Estoy hablando de Romualdo Gaitán, un cantor de tangos de la década del sesenta que hizo furor en nuestro pueblo y la zona, y que hubiera llegado a ser un referente a nivel nacional, de no ser por un cáncer esofágico fulminante que lo arrebató de los escenarios cuando estaba por cumplir los cuarenta. Hasta ese momento desgraciado, la gente se agolpaba en las puertas de los boliches para oírlo cantar. Era una especie de Agustín Magaldi regional, con una voz aflautada, varonil sin embargo, con veleidades de tenor liviano, al estilo de los cantores del veinte o del treinta; y una pinta de guapo que levantaba una profusa cantidad de suspiros todas las noches en las milongas.
Cuando me lo trajeron se me cerró la garganta. Lo había visto actuar en el boliche De La Rosa (me gusta ir de noche a esos lugares donde nadie mira más que sus penas) y me costó reconocerlo. Tenía los pómulos de un color verde musgo, producto de un extraño sarcoma, y manchas en las encías, el torso y las axilas. Era un muerto, simplemente. Nada que ver con el personaje carismático y seductor que hipnotizaba con su voz en las vigilias de mi pueblo. Me dio lástima; me compadecí de él, y casi sin pensarlo, tomé como desafío personal el hecho de presentarlo por última vez en todo su esplendor, antes de que se lo tragara la tierra para siempre. Pedí que nos dejaran a solas en la intimidad de mi laboratorio, a los dos, esa tarde lluviosa y asfixiante de Enero. Como primera medida, me dispuse a trabajar para frenar el proceso de descomposición. Nadie iba a pagarme un plus por embalsamar el cuerpo, y sin embargo yo tenía decidido que Gaitán iba a despedirse de su público con la frente alta. Así que comencé por drenar el cuerpo y limpiarlo mediante lavados capilares, para luego inyectar los fluidos arteriales que impiden la corrupción y posibilitan la fijación de las vísceras. Después procedí a maquillarlo como a mí me gusta, con tiempo, con amor, con paciencia de artesano, cubriendo, disimulando o quitando, como una némesis de la muerte, las marcas de la enfermedad y la agonía. Me pareció ver, y no era la primera vez que me pasaba, una leve sonrisa en el difunto.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero para cuando terminé, el sol había dejado de pelear con las nubes y la lluvia. Era noche cerrada; calurosa, húmeda, tropical. Gaitán tenía entonces una plácida expresión de paz de la que recuerdo haberme enorgullecido; tan distinta a la mueca bizarra y exánime con la que me lo habían traído. Lo vestí con una bata de raso negra que le había pertenecido y con la que solía salir al escenario en ocasiones. Me sequé la frente con un pañuelo y caminé despacio hacia la kitchenette que tengo en el laboratorio, para tomar una gaseosa. Abrí la heladera, y casi al mismo tiempo escuché un ruido seco, como de algo que se caía. Volví a la sala principal y lo vi. Romualdo Gaitán estaba parado, muerto, pero de pie, mirándome con ojos de gratitud. No pudo hablar (su voz hubiera sonado de ultratumba), pero sí cantar acompañado por una orquesta celestial como no he vuelto a oír otra. Interpretó un solo tango, Griseta, que siempre había sido mi favorito porque habla, cómo no, de una mujer que muere:
Francesita,
que trajiste, pizpireta,
sentimental y coqueta
la poesía del quartier,
¿quién diría
que tu poema de griseta
sólo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier?
que trajiste, pizpireta,
sentimental y coqueta
la poesía del quartier,
¿quién diría
que tu poema de griseta
sólo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier?
Lo hizo de manera extraordinaria, combinando la frescura de un timbre joven con la experiencia y el aplomo de quien lo ha visto todo. Cuando terminó de tronar el último acorde entonces sí, se desplomó para siempre, tratando de que no se le corriera el maquillaje, y ya no volvió a levantarse.